Los escritores
Carlos Guzmán, Pablo Silva y Eduardo Manrique manejan dos talleres literarios, uno
de narrativa y otro de poesía, alternando entre dichos géneros de manera que
los lunes dictan el de poesía y los jueves el de narrativa. “Analizar poemas
es, bueno, cosa más tranquila, algunos versos y ya está, pero en un cuento hay
más trabajo, y hay que hilar fino cuando algún chico se cree Poe pero sólo se
parece a él por las palabras que usa, mientras que sus cuentos no alcanzan a
ser ni de suspenso.”, dijo Manrique en una nota.
Los tres,
Guzmán, Silva y Manrique, gozan de cierta fama a nivel local, pero ninguno,
hasta ahora, ha sido publicado en una editorial de peso ni ha ganado un
concurso literario de mucha relevancia. Han logrado menciones y primeros
puestos en competencias locales y provinciales, y han publicado en coautoría
con otros escritores, en ediciones cooperativas o en las que la publicación era
el premio. Si según el parecer de la crítica literaria local (porque aparte de ella,
otras voces autorizadas ni siquiera conocen las producciones de los tres) ellos
no son autoridades en el mundo de las letras, como instructores, o guías, en
cambio, adoptan el rol de sólidos jueces de los noveles escritores que acuden a
sus talleres, los escribidores, según prefieren nombrarlos ellos, sin faltar a
la verdad. A este respecto, han sistematizado sus juicios de tal manera que, a
semejanza de los programas televisivos que evalúan los nuevos talentos en el
arte y otros ámbitos, cada cierta cantidad de encuentros, deciden evaluar las
producciones de los asistentes mediante la pulsación de unos botones, de los
cuales uno aprueba el escrito, otro lo desaprueba, y un tercer botón otorga
otra oportunidad, dándole la chance al autor de que modifique el texto
rechazado, obviamente para mejor y según las sugerencias del instructor que
presionó el botón naranja, el del triángulo.
Con ese
método, no sólo mantienen a raya a la concurrencia, sino también al nivel
literario en equilibrio o en alza, pero nunca, según ellos, en baja. Eduardo
Manrique, visto como el más drástico, y quizás también como el más exigente,
presiona con facilidad el botón rojo y blanco, el del cuadrado, y el escribidor
que acaba de leer en voz alta para todos, recibe el cuadrado y se debería ir
del taller; Carlos Guzmán aprieta el botón verde y blanco, con un círculo, que
significa avanzar. Pablo Silva
define, presionando el naranja. Por un mes más, al menos, ese chico sigue en
taller sin nada para preocuparse, pero sí para ocuparse, si quiere pasar la
próxima prueba de lectura, en la que esta vez va a necesitar de dos verdes para
poder pasar.
─Fijate
que tenés que ponerle más comas para la respiración. ─Aconseja Silva.
A veces un
escribidor que debe irse, como ha sobreestimado la palabra de sus guías, su
autoestima se sumerge en conflicto, y muchas veces baja lo suficiente como para
que deje de buscar ser escritor. Se va del taller, y de él se va la esperanza.
Otros, suelen irse solos, sin que los echen, y con el orgullo suficiente para
buscar otros guías o arreglárselas en soledad.
II
Lucía declama
un poema, a Manrique le gusta el ritmo, pero encuentra demasiadas rimas y
presiona el rojo. Hay cosas que podría argumentar, pero elije el atajo, rojo
directo. Carlos opina de manera naranja: cambiando algunas rimas consonantes
por asonantes, mejorará el poema.
Silva. Si
alguna vez los versos de un poema así gustaron a la mayoría, y teniendo en
cuenta que el tiempo no existe, y eso sucede ahora mismo, entonces, ese poema
que acaba de sonar le parece decente. Aprueba la cantidad de rimas, eso sí,
avala el consejo de Manrique:
─Sí,
sacale algunas consonantes ─dice Silva.
Lo raro es que
la vez pasada Silva opinó diferente acerca de un poema de similar estructura:
─Mmm,
no, ese esquema ya se viene usando hace como un siglo, elegí otro, más moderno…
─Cuadrado.
Luciano lee un
cuento.
─A
eso le falta un final. ─Plaf: rojo.
Se ríe Guzmán,
pero Manrique tiene razón: naranja.
─Están
buenas las imágenes, conciso y prolijo.
─Ponele
aunque sea un final abierto, ¿sabés, Luciano?
Verde. (Dos
naranjas equivalen a un verde, y si queda rojo contra verde, se debe leer otro
texto del autor en juicio):
─Está
bueno, pero si bien hay indicios de un final, no está del todo logrado.
Trabajalo más, ─dice Silva.
Sara preguntó:
─En qué
género se nutre más la prosa poética, ¿narrativa o poesía?
Ninguno de los
tres sabía que contestarle.
─Sería
cincuenta y cincuenta ─dice Manrique─, pero ¿a qué viene tu pregunta?
─Porque escribí una prosa poética, y quería saber qué día la
traigo, ¿el lunes o el jueves?
Tentados, nerviosos,
se miran entre sí los instructores. Eduardo, fingiendo seriedad, le contesta:
─Siendo de
ambos géneros es lo mismo cualquier día. ¿La trajiste?
Sara contesta
que no, algo intimidada.
─Y
hay que ver si es verdadera prosa poética eso que escribiste, y no versos
alargados, o líneas mal cortadas.
Sara se ofendió
un poco, pero no sólo lo disimuló sino que en parte ella admitía que Manrique
podía estar en lo cierto, ya que si bien se documentó bastante acerca del
género híbrido y analizó ejemplos de autores de renombre, la teoría en su
práctica no se adaptaba lo suficiente ni para su propio oído.
Sara llevó al
taller del jueves otra cosa, y al del lunes también, y le preguntaron por la
prosa poética, y admitió que necesitaba correcciones antes de estar lista para
ser leída. Uno de los 3 instructores, al menos, lamentó no poder juzgarla
entonces.
La semana pasada
comenzó el taller de narrativa una señora, periodista jubilada, que como parte
de su júbilo, había comenzado a escribir cuentos. Fue unánime la conclusión: a
su cuento le falta despegarse más del estilo periodístico, no alcanza a ser
literatura. Dos rojos y un naranja inútil.
Indignada, la mujer escribe una
carta de lectores que salió publicada esta mañana, dice:
Talleres que averían
Para no dar nombres y ser demandada, no mencionaré a personas, ni daré
el nombre de la devaluada sucursal de una noble entidad que estos señores
administran, devaluada por ellos, con sus manejos elitistas puestos por delante
de cualquier otra pretensión de verdadero índole artística. Tampoco explicitaré
si son uno, dos o tres, los hombres que no llegan a ser sombras de los grandes,
creyéndose con derecho a expresar la última palabra sobre lo correcto y lo
incorrecto en la literatura, y siendo que no lo reflejan en sus libros, que son
incorrectos y si no se nota es porque han sido corregidos por alguien
contratado para tal fin.
Estos señores, que se jactan de ser escritores y hace rato ya no
escribidores, serán muy correctos al narrar, pero habría que ver, bajo el
juicio de los escritores relevantes de hoy, que botones serían pulsados.
El artículo dejó impactados a los
tres, y en el próximo número de su revista mensual, Desde el mangrullo, que
se encuentran editando esta semana, y que tiene que salir de nuevo en unos
días, incluirán este poema:
Espejos velados
Un escritor que se honra,
No dejará que los dichos,
De gente que no es escritora,
Lo tilden de escribidor.
Que primero aprenda,
Cómo se escribe,
Y que descubra,
Que quien se sabe escritor,
No necesita de copetes,
Ni pirámide invertida,
Para que lo lean.
Matías comenzó el año pasado. Ha
leído varias veces, siempre textos más bien clásicos, pero ahora lee:
Cortinas
Cáucasos enumerados hasta el
infinito,
Se suceden, vigías ancestrales,
Mudos, en simulación de las
cosas,
De las cosas simuladas,
Por nosotros los títeres,
Inconscientes del paisaje que se
esconde en paralelo,
Que nosotros en realidad
escondemos,
Ignorando esta (que es en
realidad) cortina.
Manrique: ─Le falta claridad. ─Rojo.
Silva: ─Buena armonía, pero sí, le
falta claridad. ─Rojo.
Guzmán: ─¿Qué pasa con la claridad?
Manrique: ─No tiene.
Guzmán: ─ ¿Y Rimbaud? ─No
dice Jambó.
Manrique: ─ ¿Qué pasa con
Rimbaud? ─Tampoco
dice Jambó.
─Él tampoco era claro─, dice
Guzmán presionando el verde.
Manrique: ─Igual no pasa,
Carlos, necesitaría otro verde.
Y un escribidor osa levantarse de
su silla y va y presiona el verde, y los demás, jóvenes y ancianos, comienzan a
levantarse, van hasta el botón de la esfera, y lo aprietan, todos lo hacen,
entonces Luciano también lo hace.
─¡Están todos expulsados! ─dice
Manrique. Y con el puño apretado aplasta el botón rojo.
Sonriendo nerviosamente, Guzmán les da
luz verde.
Pablo
Silva, en medio de la polémica, está emocionado, ensimismado y mirando
fijamente el botón naranja. Después de un rato, se pone de pie, y pensando en
sí mismo, en los otros dos jueces, en todos los presentes, lo pulsa, y parece a
punto de llorar.
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