viernes, 9 de diciembre de 2016

No tan conciente

Ni bien se duerme, ingresa en un sueño pero con la certeza de que ha despertado. No recuerda haber soñado. Finalmente, se duerme dentro del sueño, y entonces despierta.
–Ahora duermo, –se dice. “¡Un sueño lúcido!”, –piensa.
Luego dice: –Es un sueño lúcido. –Y para confirmarlo intenta volar, pero no lo logra…Va a levantar un auto estacionado, pero ni una sola de las ruedas se separa del asfalto. Las horas pasan, y nada fuera de lo común ocurre.
– ¡Es el sueño más aburrido del mundo!, –protesta.
Momentos más tarde comienza a sentir cansancio. Bosteza, y antes de que termine de hacerlo empieza a reírse, pensando que ¡la situación es tan aburrida que le ha dado somnolencia dormido! “¡La primera vez que dormiré dentro de un sueño!”, piensa entusiasmado, y no tarda en hacerlo.
Muy ofuscado: necesita ordenar minuciosamente los hechos. Algo decepcionado, concluye que ha venido entendiendo todo al revés. Recuerda apenas lo que cree haber soñado, y se frustra un poco. Trunca ese sentimiento con la necesidad de hacer algo importante ese día, y se propone un objetivo para salvar la jornada.
Desayuna poco debido a la ansiedad, y comienza.

Está por terminar, se encarga de los últimos detalles,  mientras la dicha que habita en los logros, creciente, lo dirige al súmmum. La plenitud lo está inundando, el ápice del goce es inminente…
– ¡La puta madre!... –gruñe, con la mano sobre los párpados aún cerrados, suspirando desazón hacia el techo, donde ya se proyectan los primeros rayos de sol que inician su rutina.

viernes, 2 de diciembre de 2016

Triángulos

Los escritores Carlos Guzmán, Pablo Silva y Eduardo Manrique manejan dos talleres literarios, uno de narrativa y otro de poesía, alternando entre dichos géneros de manera que los lunes dictan el de poesía y los jueves el de narrativa. “Analizar poemas es, bueno, cosa más tranquila, algunos versos y ya está, pero en un cuento hay más trabajo, y hay que hilar fino cuando algún chico se cree Poe pero sólo se parece a él por las palabras que usa, mientras que sus cuentos no alcanzan a ser ni de suspenso.”, dijo Manrique en una nota.
Los tres, Guzmán, Silva y Manrique, gozan de cierta fama a nivel local, pero ninguno, hasta ahora, ha sido publicado en una editorial de peso ni ha ganado un concurso literario de mucha relevancia. Han logrado menciones y primeros puestos en competencias locales y provinciales, y han publicado en coautoría con otros escritores, en ediciones cooperativas o en las que la publicación era el premio. Si según el parecer de la crítica literaria local (porque aparte de ella, otras voces autorizadas ni siquiera conocen las producciones de los tres) ellos no son autoridades en el mundo de las letras, como instructores, o guías, en cambio, adoptan el rol de sólidos jueces de los noveles escritores que acuden a sus talleres, los escribidores, según prefieren nombrarlos ellos, sin faltar a la verdad. A este respecto, han sistematizado sus juicios de tal manera que, a semejanza de los programas televisivos que evalúan los nuevos talentos en el arte y otros ámbitos, cada cierta cantidad de encuentros, deciden evaluar las producciones de los asistentes mediante la pulsación de unos botones, de los cuales uno aprueba el escrito, otro lo desaprueba, y un tercer botón otorga otra oportunidad, dándole la chance al autor de que modifique el texto rechazado, obviamente para mejor y según las sugerencias del instructor que presionó el botón naranja, el del triángulo.
Con ese método, no sólo mantienen a raya a la concurrencia, sino también al nivel literario en equilibrio o en alza, pero nunca, según ellos, en baja. Eduardo Manrique, visto como el más drástico, y quizás también como el más exigente, presiona con facilidad el botón rojo y blanco, el del cuadrado, y el escribidor que acaba de leer en voz alta para todos, recibe el cuadrado y se debería ir del taller; Carlos Guzmán aprieta el botón verde y blanco, con un círculo, que significa avanzar. Pablo Silva define, presionando el naranja. Por un mes más, al menos, ese chico sigue en taller sin nada para preocuparse, pero sí para ocuparse, si quiere pasar la próxima prueba de lectura, en la que esta vez va a necesitar de dos verdes para poder pasar.
─Fijate que tenés que ponerle más comas para la respiración. ─Aconseja Silva.
A veces un escribidor que debe irse, como ha sobreestimado la palabra de sus guías, su autoestima se sumerge en conflicto, y muchas veces baja lo suficiente como para que deje de buscar ser escritor. Se va del taller, y de él se va la esperanza. Otros, suelen irse solos, sin que los echen, y con el orgullo suficiente para buscar otros guías o arreglárselas en soledad.



II

Lucía declama un poema, a Manrique le gusta el ritmo, pero encuentra demasiadas rimas y presiona el rojo. Hay cosas que podría argumentar, pero elije el atajo, rojo directo. Carlos opina de manera naranja: cambiando algunas rimas consonantes por asonantes, mejorará el poema.
Silva. Si alguna vez los versos de un poema así gustaron a la mayoría, y teniendo en cuenta que el tiempo no existe, y eso sucede ahora mismo, entonces, ese poema que acaba de sonar le parece decente. Aprueba la cantidad de rimas, eso sí, avala el consejo de Manrique:
─Sí, sacale algunas consonantes ─dice Silva.
Lo raro es que la vez pasada Silva opinó diferente acerca de un poema de similar estructura:
─Mmm, no, ese esquema ya se viene usando hace como un siglo, elegí otro, más moderno… ─Cuadrado.

Luciano lee un cuento.
─A eso le falta un final. ─Plaf: rojo.
Se ríe Guzmán, pero Manrique tiene razón: naranja.
─Están buenas las imágenes, conciso y prolijo.
─Ponele aunque sea un final abierto, ¿sabés, Luciano?
Verde. (Dos naranjas equivalen a un verde, y si queda rojo contra verde, se debe leer otro texto del autor en juicio):
─Está bueno, pero si bien hay indicios de un final, no está del todo logrado. Trabajalo más, ─dice Silva.
Sara preguntó:
─En qué género se nutre más la prosa poética, ¿narrativa o poesía?
Ninguno de los tres sabía que contestarle.
─Sería cincuenta y cincuenta ─dice Manrique─, pero ¿a qué viene tu pregunta?
      ─Porque escribí una prosa poética, y quería saber qué día la traigo, ¿el lunes o el jueves?
Tentados, nerviosos, se miran entre sí los instructores. Eduardo, fingiendo seriedad, le contesta:
─Siendo de ambos géneros es lo mismo cualquier día. ¿La trajiste?
Sara contesta que no, algo intimidada.
─Y hay que ver si es verdadera prosa poética eso que escribiste, y no versos alargados, o líneas mal cortadas.
Sara se ofendió un poco, pero no sólo lo disimuló sino que en parte ella admitía que Manrique podía estar en lo cierto, ya que si bien se documentó bastante acerca del género híbrido y analizó ejemplos de autores de renombre, la teoría en su práctica no se adaptaba lo suficiente ni para su propio oído.
Sara llevó al taller del jueves otra cosa, y al del lunes también, y le preguntaron por la prosa poética, y admitió que necesitaba correcciones antes de estar lista para ser leída. Uno de los 3 instructores, al menos, lamentó no poder juzgarla entonces.



 III

La semana pasada comenzó el taller de narrativa una señora, periodista jubilada, que como parte de su júbilo, había comenzado a escribir cuentos. Fue unánime la conclusión: a su cuento le falta despegarse más del estilo periodístico, no alcanza a ser literatura. Dos rojos y un naranja inútil.
Indignada, la mujer escribe una carta de lectores que salió publicada esta mañana, dice:

Talleres que averían

Para no dar nombres y ser demandada, no mencionaré a personas, ni daré el nombre de la devaluada sucursal de una noble entidad que estos señores administran, devaluada por ellos, con sus manejos elitistas puestos por delante de cualquier otra pretensión de verdadero índole artística. Tampoco explicitaré si son uno, dos o tres, los hombres que no llegan a ser sombras de los grandes, creyéndose con derecho a expresar la última palabra sobre lo correcto y lo incorrecto en la literatura, y siendo que no lo reflejan en sus libros, que son incorrectos y si no se nota es porque han sido corregidos por alguien contratado para tal fin.  
Estos señores, que se jactan de ser escritores y hace rato ya no escribidores, serán muy correctos al narrar, pero habría que ver, bajo el juicio de los escritores relevantes de hoy, que botones serían pulsados.

El artículo dejó impactados a los tres, y en el próximo número de su revista mensual, Desde el mangrullo, que se encuentran editando esta semana, y que tiene que salir de nuevo en unos días, incluirán este poema:

Espejos velados

Un escritor que se honra,
No dejará que los dichos,
De gente que no es escritora,
Lo tilden de escribidor.

Que primero aprenda,
Cómo se escribe,
Y que descubra,
Que quien se sabe escritor,
No necesita de copetes,
Ni pirámide invertida,
Para que lo lean.



 IV


Matías comenzó el año pasado. Ha leído varias veces, siempre textos más bien clásicos, pero ahora lee:

Cortinas

Cáucasos enumerados hasta el infinito,
Se suceden, vigías ancestrales,
Mudos, en simulación de las cosas,
De las cosas simuladas,
Por nosotros los títeres,
Inconscientes del paisaje que se esconde en paralelo,
Que nosotros en realidad escondemos,
Ignorando esta (que es en realidad) cortina.

Manrique: ─Le falta claridad. ─Rojo.
Silva: ─Buena armonía, pero sí, le falta claridad. ─Rojo.
Guzmán: ─¿Qué pasa con la claridad?
Manrique: ─No tiene.
Guzmán: ─ ¿Y Rimbaud? ─No dice Jambó.
Manrique: ─ ¿Qué pasa con Rimbaud? ─Tampoco dice Jambó.
─Él tampoco era claro─, dice Guzmán presionando el verde.
Manrique: ─Igual no pasa, Carlos, necesitaría otro verde.
Y un escribidor osa levantarse de su silla y va y presiona el verde, y los demás, jóvenes y ancianos, comienzan a levantarse, van hasta el botón de la esfera, y lo aprietan, todos lo hacen, entonces Luciano también lo hace.
─¡Están todos expulsados! ─dice Manrique. Y con el puño apretado aplasta el botón rojo.
Sonriendo nerviosamente, Guzmán les da luz verde.
Pablo Silva, en medio de la polémica, está emocionado, ensimismado y mirando fijamente el botón naranja. Después de un rato, se pone de pie, y pensando en sí mismo, en los otros dos jueces, en todos los presentes, lo pulsa, y parece a punto de llorar.

viernes, 11 de noviembre de 2016

El tema




¾¿Por qué elegiste “The Matrix” para hacer la tesis? ¿No te parece muy comercial?¾ Preguntó Alejandra.
¾Es comercial ¾dijo Patricia¾, pero no podés negar que el tema es interesante.
¾Sí, pero qué necesidad tenían de hacerla con tantos efectos especiales. Desde el cine independiente ¾decía Alejandra, acentuando independiente¾ se puede tratar el mismo tema sin tantas explosiones. Es más: sin explosiones.
¾Tenés razón ¾concedió Patricia¾, pero creo que lo que quisieron dar a entender los directores de la película es que esa realidad no es más que la de un videojuego, una trama que se repite. Y precisamente los disparos y explosiones, y todo lo fantástico que pasa en la película ¾enumeraba con una leve mueca que significaba en ella tener la razón¾ es para contrastar las diferentes realidades que forman parte de la misma irrealidad que es la matriz.
Se sintió superior al terminar así la frase. Y, aprovechando el silencio de su amiga, continuó, a manera de conclusión:
¾Por eso la elegí para la tesis. Lo que yo interpreto, es que la película (las tres partes) son como niveles de un videojuego diseñado en nuestra realidad, como los videojuegos que conocemos, pero mucho más complejo, donde los personajes nunca se dan cuenta de que sólo existen de esa manera, como personajes de una historia escrita de antemano, y por lo tanto inalterable.
¾Pero en la película pasan cosas imprevistas ¾soltó Alejandra, para ver si lograba refutar en algo la seguridad de Patricia.
¾No, eso es lo que creen los personajes ¾rebatió Patricia. Y se convencen entre sí gracias a una profecía. Excepto, claro, los dueños de la verdad: el arquitecto, que diseñó la matriz, y el oráculo, que se encarga de alimentar las esperanzas con esa profecía.  Lo que no se sabe es si deliberadamente ellos ocultan la verdad o si lo hacen mecánicamente, como un programa.
¾Y, supongo que si el oráculo y el arquitecto son personajes de un videojuego, como vos decís, es obvio que no pueden actuar deliberadamente ¾acertó Alejandra, jactanciosa.
Patricia se quedó callada, escuchando, como un eco mental, a Alejandra repitiendo que no pueden actuar deliberadamente.
¾Pero si es un juego ¾inquirió Alejandra, ya más curiosa, menos rival— ¿quiénes serían los jugadores?
— ¿Cómo? —dijo Patricia, que se había quedado pensando en lo anterior.
— ¿Quiénes son los jugadores?
¾Bueno... los creadores, los compradores. Como siempre.
¾Entonces cada repetición no podría ser idéntica a la anterior ni a la siguiente. Habría, sí o sí, pequeñas variaciones.
¾Sí, puede ser, pero serían insignificantes.
¾¿Qué loco, no?¾ Exclamó Alejandra. Imaginate que nosotras fuésemos parte de una matriz; esta charla podría ser la repetición numero mil, o la primera reproducción de ese programa.
¾¡No, sería aburridísimo un videojuego así! ¾Aseguró Patricia. —Debería tener más acción. Por eso es que en Matrix me parecen necesarias las escenas fantásticas, que a vos te parecen de más ¾dijo convencida y displicente.
¾¿Más acción querés? Parece que no has visto últimamente el noticiero. ¾Ironizó Alejandra.
¾Bueno: yo me refería a esta conversación en particular, no a todo el planeta ¾dijo Patricia, ofendida.
¾Pero incluso esta conversación es interesante, sin tener acción. Quizás sea inaceptable dentro de un videojuego, sin embargo, me parece digna de una novela o de un relato.
¾¿De un cuento no? ¾preguntó Patricia, como queriendo acortar la distancia que el resentimiento había incrustado entre las dos.
¾No, ha sido demasiado densa hasta ahora ¾sentenció Alejandra. Y agregó:
¾Los cuentos necesitan ser emocionantes, tienen que generarle tensión al lector.
¾Bueno ¾dijo Patricia, pensando que si la conversación no parecía tensa se debía a su esfuerzo¾, pero no todos los cuentos son tensos, algunos se centran en la intensidad del final ¾y al decirlo se vio agarrando a Alejandra de los pelos.
¾Entonces debería ocurrir algo intenso ¾dijo Alejandra.
Patricia no dijo nada.
¾Mirá si ahora cae un tipo y nos asalta.
¾No sería original ¾contestó secamente Patricia.
¾¿Y qué final pensás que podría ser original? ¾preguntó Alejandra, desafiante.
¾¿Qué hora es? ¾Preguntó con brusquedad Patricia.
¾Ocho menos cuarto ¾respondió la otra, con un tono semejante.
¾¡Ocho menos cuarto! ¡Y todavía tengo que pasar por la casa de Laura —Exclamó la de la tesis.






Digresión




Obsesionado con una palabra que ya no recuerdo, acudí a unos eruditos que solía frecuentar para pedirles el significado. Mientras me contestaban, una araucaria del paisaje me distrajo; también la ignoraba.
      En aquél lugar no tenían la respuesta, pero me supieron indicar dónde buscar y dar con ella. Fiel a las indicaciones, di con el sitio. Pregunté de nuevo, y nuevamente me distraje: el rostro de una mujer había desviado mi atención. Quise conocerla; me dijeron su nombre, y quién era. No podía dejar de contemplar sus rasgos mientras me informaban; debí hacerlo cuando recordé el motivo de mi visita. Me concedieron la respuesta. Como suele ocurrir frente a un descubrimiento, necesité de una repetición para aprehenderla.
     Satisfecho, iba a regresar. Pero no pude. La mujer, tan bella, tan sola, seguía allí, y me miraba, pero sin verme, y un poco lívida, sosteniendo una mirada que no supe juzgar; parecía inexpresiva, o que lo expresaba todo, hasta la fecha, su propia fecha, una flecha disparada con otra fecha vuelta arco, y que ahora se encontraba detenida a su lado, apuntándole, mientras ella seguía mirándome, sin saberlo, hasta que yo dejara de verla, y decidiera sepultarla, cerrando el diccionario. 
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miércoles, 12 de octubre de 2016

El poder del título

El tema de un texto literario, sugiere entre otras cosas, un título determinado. Para que ocurra, es aconsejable pensar ese título tras el final. Si se lo elije antes de comenzar nuestro escrito, durante el nudo, o incluso sobre el desenlace, el impacto del texto en sus lectores, nunca será el mismo como al titularlo cuando se lo acaba.
Un escritor elige el tema para un cuento y se dispone a redactarlo. Asesinato. Acto seguido, comienza a imaginar el móvil. Una venganza. Probablemente, en la raíz misma de la trama, lo tentaría la necesidad de colocarle un nombre. Si el escritor cede a este impulso, limitaría, prematuramente, el horizonte de su perspectiva.
Un tratamiento desde el género policial ya no cabría, si por entonces algunos títulos como La infiel son tentativas durante el proceso, porque una pista así (a menos que el autor busque desviar la atención del lector hacia algo meramente distractor, sólo para confundirlo y que después haya sorpresa) influiría con facilidad para que la trama se encuadre más bien dentro del drama. El héroe, así, bajo una crisis, indagaría, la interrogaría, la abandonaría, se vengaría, la castigaría.
La elección prematura del título no nos ha desviado del tema, que era la muerte, ni del conflicto, el crimen pasional, pero recién nos permitió expresarlos ya por la zona de los desenlaces, y ahora nos exige rematar nuestra historia con el crimen mismo o cerrarla justo antes. Pero ya no sería viable, al menos dentro del cuento, traspasar esos umbrales.
Si el título no hubiese condicionado fatalmente nuestro relato, podríamos haber partido desde el crimen pasional, aprovechándolo, solamente, como disparador. Luego, el nudo se podría haber alimentado de  una trama policial. Y por fin, el héroe de nuestro relato podría arrepentirse, o volver a cometer el crimen, con el oscuro fin de multiplicar la venganza, suicidarse, etcétera.
No cometeremos la imprudencia de afirmar que los desenlaces de este segundo conjunto son más conmovedores que los del primero. Simplemente hemos tratado de comprender el poder que tiene el título en una obra literaria. Ahora, sería lícito buscar un título para este texto.


Quid

Quid

     


Con rutina manipuló el despertador para que suene a las nueve. Tuvo cinco sueños.
Charla con amigas y su primo en un living. Su primo vuelve con una cerveza. El timbre resuena de manera extraña. Confundida, va  y agarra el picaporte pero no alcanza a abrir, se levanta y se marcha a la universidad.
(Las amigas y su primo no se conocen; ella y la casa parece que tampoco. Piensa que ese sueño le ofrece la satisfacción de algunas necesidades: charlar con sus amigas, con su primo, promover la conquista romántica de alguna. Hay otra necesidad que, por ser ambigua, se presenta incierta: desconoce la casa, supone que ni siquiera existe, tal vez la habitó en una vida pasada, o es la casa de sus sueños. Lo cierto, al menos, es la necesidad de estar justo en esa casa.)
De camino a la parada de colectivo pasa al lado de un baldío y se angustia tanto y sin razón aparente que se siente como alguien que se ha perdido.
En el colectivo recuerda un sueño. Va en bicicleta sobre la Avenida Principal, un perro emerge entre los autos estacionados para intimidarla, lo esquiva y la rueda se mete en un bache y cae, Julieta la divisa, llega hasta su asiento y la despierta, el colectivo va casi repleto. En la clase de Matemática se sumerge en otro sueño. Sentada al fondo del aula, van entrando sus compañeros. El silencio de la vieja de geografía entra al último, llega al escritorio, se sienta y desde allá la mira. Los murmullos y las voces de los chicos pasan a ser alboroto; la profesora se levanta, viene directo hacia ella, y la mira como si estuviese indignada,¡Hable!, le dice gritando, enseguida aparece en su cara la planilla de asistencias. Anota todo bien menos su número de registro.
En el comedor, en la cola hacia la caja, se vuelve a quedar dormida. Sentada bajo un gran árbol, su cabeza sobre el hombro de un chico, manos enlazadas, contemplan un atardecer, "avanzá", dice Julieta.
Salen de la universidad. El colectivo va sospechosamente despacio, entra en la avenida, ahora acelera, acelera demasiado, los semáforos y las paradas pasan de largo, fuera de él todo se torna fugaz. Ella mira sin ver, de manera imposible el colectivo se detiene sin inercia. Mira por su ventanilla, ahí está de nuevo la casa del sueño, sí, es la misma, sale un hombre de ahí, y viene hacia ella, se ha frenado al borde del cordón de la vereda; la mira, le sonríe, balbucea. Ella se esfuerza por entenderle, no puede, lo ignora. Echa un vistazo a los demás pasajeros. De reojo ve que la sigue mirando sin dejar de sonreír. Da unos golpecitos de puño en su ventana y cuando ella lo mira, él señala la casa y le grita "¡Se te va a enfriar la comida!".

Paradigmas




Mi primera infancia fue la etapa más dura para los tres: la excesiva atención que exigía a mis padres era superada por mi naciente curiosidad.
Una de las fatigosas cuestiones tuvo lugar cuando pregunté qué son las nubes. Mi madre formuló ágilmente una respuesta, pero enseguida debió reemplazarla: yo no podía concebir la idea de vapor.
Más precaria fue la enseñanza cuando, interrogada acerca del sol, mamá no supo hablarme del fuego, y se limitó, no sin pesar, a decirme que el astro era como una bola gigante de agua caliente, que flota muy alto, en el cielo.
Cierto día le pregunté a mi padre qué eran los colores. Impotente y compadecido a la vez, primero trató de hacerme comprender que no podía explicármelos, y luego, sintiéndose miserable, me enseñó que son siete, sus nombres, que sumados resultan en blanco y que su ausencia da lugar a lo negro, lo único que lamentablemente yo podía...
En la segunda infancia aprendí a dibujar: conocí el cuadrado y el círculo con un dado y una moneda.
Escuchando música clásica lograba rememorar con nitidez los recuerdos más olvidados. Una tarde fue Mozart y la voz de papá hablándome de los colores (meses antes había comenzado a empecinarme, contra toda lógica, en revertir mi situación. Consciente de mi carencia, mi meta consistió en imaginar). Su voz regresaba para recordarme que lo único que podía y podría ver era lo negro, la oscuridad, y por primera vez pensé en lo contrario: ¿por qué no podía estar cegado por lo blanco, la luz? La respuesta no importaba. Enseguida la olvidé para acercarme a otros puntos, donde los recuerdos —las voces— se encontraban flotando, desarticulados, y comencé a darles la forma que les correspondía, entonces los colores eran siete, y juntos daban el blanco, y ¿cómo será el blanco, y cada uno de ellos?, porque me habían confesado que el pasto era verde, la madera, marrón como la tierra, rojo el fuego, el fuego, ese elemento que tanto había ansiado conocer y que sabiendo creyendo que era peligroso, permití que me quemara, ¿y el agua, que me habían dicho que no tenía color pero que tampoco era negra? (El tiempo me obligó a aceptar la idea de transparente.)
Lo único que realmente me importaba era abrigar eso, que apenas intuía, cuando escuchaba a los demás hablar de las cosas, y de sus colores, y si eran de éste u otro tono, mientras yo no alcanzaba a comprender que entre los colores hubiera todavía lugar para los tonos. Entonces la música me acercó a otro de los Recuerdos: mis padres enseñándome a dibujar, ayudado por los Moldes, el dado que pertenecía al juego de mesa que nunca pude jugar, y la moneda, ese metal que habrá perdido su bajo relieve de mano en mano, o que estará conservándose bajo el poder de algún numismático, objetos que para mí para mi tacto ya no existen, pero que seguirán simbolizándome al cuadrado y al círculo, y pensé, que de imaginar siquiera una línea, una tenue línea que rompiera la sombra de mi monotonía mental, una línea del color que fuere, hubiese sabido imaginar los primeros cuadrados y los primeros círculos, para después seguir con las demás formas geométricas, y entonces, sólo así, dar el paso preciso para poder abstraer, al menos en dos dimensiones, todo lo que se sometiera a mi tacto, siempre que no fuesen cosas volátiles ni líquidas, y así ver mi único hogar, con sus peligrosas y agradables geometrías, la guitarra, mi rostro, los rostros de mis padres, su rostro: tomar fotografías con las manos y revelarlas en el cuarto oscuro de mi mente.

La esperanza no me abandonó. Me abandonó el Tiempo, y con él la Sombra, y yo, adivinando lo que acontecía, asistí extático a todo lo que fuera y dentro de mí aún se cierne.

martes, 11 de octubre de 2016


























Espíritus del aire

Ha terminado de ver una película, el miedo lo está ganando. En vano cambia de canales para no pensar: todas las escenas feas emergen de su memoria. Le duele la vejiga, y no bajará de la cama: una mano siniestra puede atrapar su tobillo. No menos insensato sería apagar el televisor: el velador está desenchufado, el enchufe en el piso, la llave de la luz, inalcanzable.
El sueño lo seduce. La penumbra se transforma en vértigo. El control remoto descansa bajo su mano.

Despierta sobresaltado, quizá una pesadilla, y el encuentro con la oscuridad le desagrada. Rígido, se pregunta si se ha ido la luz, pero un pensamiento le responde: apagado automático. Como la realidad no se muestra, con una mano tantea sobre la mesa de noche, evitando la prisa del miedo para no voltear nada. La mano salta sobre la frazada, la otra emerge de las cobijas y se suma en la búsqueda. Vuelven a internarse en esa oscuridad más negra entre la sábana y el colchón, y subrepticias rozan la desnudez de su cuerpo con los escalofríos que traen de afuera.
Es inútil; el control está en el piso, remoto, y en el piso la siniestra mano. Aprieta los párpados, simula dormir.

Apareció en el bosque de robles, yaciendo en un claro. Se puso de pie, caminó, el sol, los pájaros. Enseguida refrescó, los pájaros callaron, la neblina. Siguió caminando. La niebla, el murmullo lejano. Siguió. Fue alcanzado, rodeado.

Luego de minutos o de horas ha dejado de simular. Ahora se encuentra en un bosque de robles, yaciendo en un claro. Se pone de pie y camina; el sol y el múltiple trinar de pájaros le infunden cierta paz. La temperatura ha bajado bruscamente y los pájaros enmudecido, el aire es denso y asfixiante. Sigue caminando. El follaje, pálido, lo inquieta. El suelo ha desaparecido y un débil murmullo llega desde lejos. Se detiene para poder escuchar mejor. Oye risas infantiles. Se aproximan. Se siente acompañado, pero algo lo inquieta, aparte del ambiente nebuloso. Algo en el tono de las risas, que se acerca y que transforma lo infantil en otra cosa. Ya están muy cerca, a pocos metros...ahora que oye risas perversas. Corre entre los árboles grises. Lo persiguen. El terreno lo hace tropezar. Se acercan. El terreno lo ha vuelto a tropezar y cae de bruces. Se levanta resuelto a seguir corriendo, pero ya lo han alcanzado, lo han rodeado. Aunque no pueda verlos siente que las risas giran a su alrededor. Paralizado, un frío en la espalda lo doblega.
    

II

      Apareció acostado, las risas decrecientes. Se puso de pie. Escudriñó el follaje en derredor y caviló. El bosque fue desapareciendo hasta que desapareció. Sucedido esto, las risas crecientes y ¿cómo defenderse?, ¿hacia dónde escapar, hacia lo gris, lo gris, lo gris o lo gris? Petrificado, las risas lo encontraron. Se supo encerrado en el estrepitoso corro. La resignación cerró sus párpados. Insufribles momentos después la niebla comenzó a disiparse.
     
La película no es de terror; el sueño lo visita antes de su fin; la pesadilla no falta.


    III

      Otra vez el bosque, los elfos y la inevitable derrota, pero con una variación. Antes de morir imaginó una espada entre sus manos, y raudamente actuó, se escuchó un grito y se extinguió una risotada, enseguida lo derribaron.


                                                            IV

Apenas vio los robles imaginó la espada, y la espada se forjó entre sus manos. Azorado, se acercó al árbol más próximo y enseguida le asestó un golpe, y luego otro. Fascinado, caminó en dirección a las risas que ya comenzaban a oírse. Extrañamente no iban a su encuentro, ni la niebla lo sumía. Se detuvo un instante a pensar, a esperarlos acaso. Sabía que tarde o temprano sería atormentado, así que decidió seguirlos. Corrió un poco. Cuando los juzgó cerca siguió caminando. Escuchó cómo la inocencia de las risas degeneraba en atroces risotadas.

Otra vez el bosque, los pájaros y el sol; pero nada es agradable. La neblina lo paraliza. Las risas se escuchan. La desesperación lo acomete. Corre.

Escuchó también un grito de pavor, propio de un niño.

De golpe la niebla le interpone un cuerpo de pie. Contiene el susto para no ser advertido y desvía la fuga.

Advirtió su tamaño, era un niño, le gritó que regresara, que tenía una espada.

Piensa que es una trampa y no se detiene.
    
Lo persiguió hasta que la niebla fue total y los árboles amenazas. Aprovechó entonces para sujetarlo y decirle que lo protegería, que se pegara a sus espaldas y que no corriera por nada.

Han sido alcanzados y rodeados. Convencido, se sujeta de su ropa por detrás.

Comenzó a agitar la espada y a girar con igual vértigo.

Sin despegársele lo acompaña en su giro.
Las risotadas, más estridentes, se burlan.

Sólo piensa en dos cosas: acabar con ellos o despertar de una vez.

Sólo desea despertar.

Se siente exhausto pero no se rinde. Si tan sólo pudiera ver algo que no fuese gris intentaría algo: detenerse para que se acerque alguno y destrozarlo. Sigue cortando el aire y el aire continua asfixiándolo, las risas.
Ya no puede más, y opta por lo insensato. Se detiene un instante, y revive la maniobra. La espada ha lacerado, pero al tiempo que otras armas descargaron su rigor. Caen. En el suelo se confunden el terror y la agonía.
De pronto, reverbera un inaudito ruido. Las risas se congelan. El ruido cesa, hay un ínfimo silencio y el sordo derrumbarse de un árbol. Los elfos, sin demora, se abalanzan sobre el ruido. La niebla comienza a morir.
Al borde del llanto, en posición fetal, se despierta. La claridad que salva las celosías lo anima. Procurando silencio, corre hasta la cómoda, abre cajones, saca un toallón y ropa interior.

La puerta de la habitación se abre y deja entrar a alguien de blanco. El uniformado indaga su rostro y adivina el temor. Se acerca y lo destapa, se fija en su pijama,  esboza un rictus de reproche.

El vago recuerdo de las risas lo acompaña, a través del largo pasillo.


Las risas van con ellos, a través del largo y tétrico pasillo.