miércoles, 12 de octubre de 2016

El poder del título

El tema de un texto literario, sugiere entre otras cosas, un título determinado. Para que ocurra, es aconsejable pensar ese título tras el final. Si se lo elije antes de comenzar nuestro escrito, durante el nudo, o incluso sobre el desenlace, el impacto del texto en sus lectores, nunca será el mismo como al titularlo cuando se lo acaba.
Un escritor elige el tema para un cuento y se dispone a redactarlo. Asesinato. Acto seguido, comienza a imaginar el móvil. Una venganza. Probablemente, en la raíz misma de la trama, lo tentaría la necesidad de colocarle un nombre. Si el escritor cede a este impulso, limitaría, prematuramente, el horizonte de su perspectiva.
Un tratamiento desde el género policial ya no cabría, si por entonces algunos títulos como La infiel son tentativas durante el proceso, porque una pista así (a menos que el autor busque desviar la atención del lector hacia algo meramente distractor, sólo para confundirlo y que después haya sorpresa) influiría con facilidad para que la trama se encuadre más bien dentro del drama. El héroe, así, bajo una crisis, indagaría, la interrogaría, la abandonaría, se vengaría, la castigaría.
La elección prematura del título no nos ha desviado del tema, que era la muerte, ni del conflicto, el crimen pasional, pero recién nos permitió expresarlos ya por la zona de los desenlaces, y ahora nos exige rematar nuestra historia con el crimen mismo o cerrarla justo antes. Pero ya no sería viable, al menos dentro del cuento, traspasar esos umbrales.
Si el título no hubiese condicionado fatalmente nuestro relato, podríamos haber partido desde el crimen pasional, aprovechándolo, solamente, como disparador. Luego, el nudo se podría haber alimentado de  una trama policial. Y por fin, el héroe de nuestro relato podría arrepentirse, o volver a cometer el crimen, con el oscuro fin de multiplicar la venganza, suicidarse, etcétera.
No cometeremos la imprudencia de afirmar que los desenlaces de este segundo conjunto son más conmovedores que los del primero. Simplemente hemos tratado de comprender el poder que tiene el título en una obra literaria. Ahora, sería lícito buscar un título para este texto.


Quid

Quid

     


Con rutina manipuló el despertador para que suene a las nueve. Tuvo cinco sueños.
Charla con amigas y su primo en un living. Su primo vuelve con una cerveza. El timbre resuena de manera extraña. Confundida, va  y agarra el picaporte pero no alcanza a abrir, se levanta y se marcha a la universidad.
(Las amigas y su primo no se conocen; ella y la casa parece que tampoco. Piensa que ese sueño le ofrece la satisfacción de algunas necesidades: charlar con sus amigas, con su primo, promover la conquista romántica de alguna. Hay otra necesidad que, por ser ambigua, se presenta incierta: desconoce la casa, supone que ni siquiera existe, tal vez la habitó en una vida pasada, o es la casa de sus sueños. Lo cierto, al menos, es la necesidad de estar justo en esa casa.)
De camino a la parada de colectivo pasa al lado de un baldío y se angustia tanto y sin razón aparente que se siente como alguien que se ha perdido.
En el colectivo recuerda un sueño. Va en bicicleta sobre la Avenida Principal, un perro emerge entre los autos estacionados para intimidarla, lo esquiva y la rueda se mete en un bache y cae, Julieta la divisa, llega hasta su asiento y la despierta, el colectivo va casi repleto. En la clase de Matemática se sumerge en otro sueño. Sentada al fondo del aula, van entrando sus compañeros. El silencio de la vieja de geografía entra al último, llega al escritorio, se sienta y desde allá la mira. Los murmullos y las voces de los chicos pasan a ser alboroto; la profesora se levanta, viene directo hacia ella, y la mira como si estuviese indignada,¡Hable!, le dice gritando, enseguida aparece en su cara la planilla de asistencias. Anota todo bien menos su número de registro.
En el comedor, en la cola hacia la caja, se vuelve a quedar dormida. Sentada bajo un gran árbol, su cabeza sobre el hombro de un chico, manos enlazadas, contemplan un atardecer, "avanzá", dice Julieta.
Salen de la universidad. El colectivo va sospechosamente despacio, entra en la avenida, ahora acelera, acelera demasiado, los semáforos y las paradas pasan de largo, fuera de él todo se torna fugaz. Ella mira sin ver, de manera imposible el colectivo se detiene sin inercia. Mira por su ventanilla, ahí está de nuevo la casa del sueño, sí, es la misma, sale un hombre de ahí, y viene hacia ella, se ha frenado al borde del cordón de la vereda; la mira, le sonríe, balbucea. Ella se esfuerza por entenderle, no puede, lo ignora. Echa un vistazo a los demás pasajeros. De reojo ve que la sigue mirando sin dejar de sonreír. Da unos golpecitos de puño en su ventana y cuando ella lo mira, él señala la casa y le grita "¡Se te va a enfriar la comida!".

Paradigmas




Mi primera infancia fue la etapa más dura para los tres: la excesiva atención que exigía a mis padres era superada por mi naciente curiosidad.
Una de las fatigosas cuestiones tuvo lugar cuando pregunté qué son las nubes. Mi madre formuló ágilmente una respuesta, pero enseguida debió reemplazarla: yo no podía concebir la idea de vapor.
Más precaria fue la enseñanza cuando, interrogada acerca del sol, mamá no supo hablarme del fuego, y se limitó, no sin pesar, a decirme que el astro era como una bola gigante de agua caliente, que flota muy alto, en el cielo.
Cierto día le pregunté a mi padre qué eran los colores. Impotente y compadecido a la vez, primero trató de hacerme comprender que no podía explicármelos, y luego, sintiéndose miserable, me enseñó que son siete, sus nombres, que sumados resultan en blanco y que su ausencia da lugar a lo negro, lo único que lamentablemente yo podía...
En la segunda infancia aprendí a dibujar: conocí el cuadrado y el círculo con un dado y una moneda.
Escuchando música clásica lograba rememorar con nitidez los recuerdos más olvidados. Una tarde fue Mozart y la voz de papá hablándome de los colores (meses antes había comenzado a empecinarme, contra toda lógica, en revertir mi situación. Consciente de mi carencia, mi meta consistió en imaginar). Su voz regresaba para recordarme que lo único que podía y podría ver era lo negro, la oscuridad, y por primera vez pensé en lo contrario: ¿por qué no podía estar cegado por lo blanco, la luz? La respuesta no importaba. Enseguida la olvidé para acercarme a otros puntos, donde los recuerdos —las voces— se encontraban flotando, desarticulados, y comencé a darles la forma que les correspondía, entonces los colores eran siete, y juntos daban el blanco, y ¿cómo será el blanco, y cada uno de ellos?, porque me habían confesado que el pasto era verde, la madera, marrón como la tierra, rojo el fuego, el fuego, ese elemento que tanto había ansiado conocer y que sabiendo creyendo que era peligroso, permití que me quemara, ¿y el agua, que me habían dicho que no tenía color pero que tampoco era negra? (El tiempo me obligó a aceptar la idea de transparente.)
Lo único que realmente me importaba era abrigar eso, que apenas intuía, cuando escuchaba a los demás hablar de las cosas, y de sus colores, y si eran de éste u otro tono, mientras yo no alcanzaba a comprender que entre los colores hubiera todavía lugar para los tonos. Entonces la música me acercó a otro de los Recuerdos: mis padres enseñándome a dibujar, ayudado por los Moldes, el dado que pertenecía al juego de mesa que nunca pude jugar, y la moneda, ese metal que habrá perdido su bajo relieve de mano en mano, o que estará conservándose bajo el poder de algún numismático, objetos que para mí para mi tacto ya no existen, pero que seguirán simbolizándome al cuadrado y al círculo, y pensé, que de imaginar siquiera una línea, una tenue línea que rompiera la sombra de mi monotonía mental, una línea del color que fuere, hubiese sabido imaginar los primeros cuadrados y los primeros círculos, para después seguir con las demás formas geométricas, y entonces, sólo así, dar el paso preciso para poder abstraer, al menos en dos dimensiones, todo lo que se sometiera a mi tacto, siempre que no fuesen cosas volátiles ni líquidas, y así ver mi único hogar, con sus peligrosas y agradables geometrías, la guitarra, mi rostro, los rostros de mis padres, su rostro: tomar fotografías con las manos y revelarlas en el cuarto oscuro de mi mente.

La esperanza no me abandonó. Me abandonó el Tiempo, y con él la Sombra, y yo, adivinando lo que acontecía, asistí extático a todo lo que fuera y dentro de mí aún se cierne.

martes, 11 de octubre de 2016


























Espíritus del aire

Ha terminado de ver una película, el miedo lo está ganando. En vano cambia de canales para no pensar: todas las escenas feas emergen de su memoria. Le duele la vejiga, y no bajará de la cama: una mano siniestra puede atrapar su tobillo. No menos insensato sería apagar el televisor: el velador está desenchufado, el enchufe en el piso, la llave de la luz, inalcanzable.
El sueño lo seduce. La penumbra se transforma en vértigo. El control remoto descansa bajo su mano.

Despierta sobresaltado, quizá una pesadilla, y el encuentro con la oscuridad le desagrada. Rígido, se pregunta si se ha ido la luz, pero un pensamiento le responde: apagado automático. Como la realidad no se muestra, con una mano tantea sobre la mesa de noche, evitando la prisa del miedo para no voltear nada. La mano salta sobre la frazada, la otra emerge de las cobijas y se suma en la búsqueda. Vuelven a internarse en esa oscuridad más negra entre la sábana y el colchón, y subrepticias rozan la desnudez de su cuerpo con los escalofríos que traen de afuera.
Es inútil; el control está en el piso, remoto, y en el piso la siniestra mano. Aprieta los párpados, simula dormir.

Apareció en el bosque de robles, yaciendo en un claro. Se puso de pie, caminó, el sol, los pájaros. Enseguida refrescó, los pájaros callaron, la neblina. Siguió caminando. La niebla, el murmullo lejano. Siguió. Fue alcanzado, rodeado.

Luego de minutos o de horas ha dejado de simular. Ahora se encuentra en un bosque de robles, yaciendo en un claro. Se pone de pie y camina; el sol y el múltiple trinar de pájaros le infunden cierta paz. La temperatura ha bajado bruscamente y los pájaros enmudecido, el aire es denso y asfixiante. Sigue caminando. El follaje, pálido, lo inquieta. El suelo ha desaparecido y un débil murmullo llega desde lejos. Se detiene para poder escuchar mejor. Oye risas infantiles. Se aproximan. Se siente acompañado, pero algo lo inquieta, aparte del ambiente nebuloso. Algo en el tono de las risas, que se acerca y que transforma lo infantil en otra cosa. Ya están muy cerca, a pocos metros...ahora que oye risas perversas. Corre entre los árboles grises. Lo persiguen. El terreno lo hace tropezar. Se acercan. El terreno lo ha vuelto a tropezar y cae de bruces. Se levanta resuelto a seguir corriendo, pero ya lo han alcanzado, lo han rodeado. Aunque no pueda verlos siente que las risas giran a su alrededor. Paralizado, un frío en la espalda lo doblega.
    

II

      Apareció acostado, las risas decrecientes. Se puso de pie. Escudriñó el follaje en derredor y caviló. El bosque fue desapareciendo hasta que desapareció. Sucedido esto, las risas crecientes y ¿cómo defenderse?, ¿hacia dónde escapar, hacia lo gris, lo gris, lo gris o lo gris? Petrificado, las risas lo encontraron. Se supo encerrado en el estrepitoso corro. La resignación cerró sus párpados. Insufribles momentos después la niebla comenzó a disiparse.
     
La película no es de terror; el sueño lo visita antes de su fin; la pesadilla no falta.


    III

      Otra vez el bosque, los elfos y la inevitable derrota, pero con una variación. Antes de morir imaginó una espada entre sus manos, y raudamente actuó, se escuchó un grito y se extinguió una risotada, enseguida lo derribaron.


                                                            IV

Apenas vio los robles imaginó la espada, y la espada se forjó entre sus manos. Azorado, se acercó al árbol más próximo y enseguida le asestó un golpe, y luego otro. Fascinado, caminó en dirección a las risas que ya comenzaban a oírse. Extrañamente no iban a su encuentro, ni la niebla lo sumía. Se detuvo un instante a pensar, a esperarlos acaso. Sabía que tarde o temprano sería atormentado, así que decidió seguirlos. Corrió un poco. Cuando los juzgó cerca siguió caminando. Escuchó cómo la inocencia de las risas degeneraba en atroces risotadas.

Otra vez el bosque, los pájaros y el sol; pero nada es agradable. La neblina lo paraliza. Las risas se escuchan. La desesperación lo acomete. Corre.

Escuchó también un grito de pavor, propio de un niño.

De golpe la niebla le interpone un cuerpo de pie. Contiene el susto para no ser advertido y desvía la fuga.

Advirtió su tamaño, era un niño, le gritó que regresara, que tenía una espada.

Piensa que es una trampa y no se detiene.
    
Lo persiguió hasta que la niebla fue total y los árboles amenazas. Aprovechó entonces para sujetarlo y decirle que lo protegería, que se pegara a sus espaldas y que no corriera por nada.

Han sido alcanzados y rodeados. Convencido, se sujeta de su ropa por detrás.

Comenzó a agitar la espada y a girar con igual vértigo.

Sin despegársele lo acompaña en su giro.
Las risotadas, más estridentes, se burlan.

Sólo piensa en dos cosas: acabar con ellos o despertar de una vez.

Sólo desea despertar.

Se siente exhausto pero no se rinde. Si tan sólo pudiera ver algo que no fuese gris intentaría algo: detenerse para que se acerque alguno y destrozarlo. Sigue cortando el aire y el aire continua asfixiándolo, las risas.
Ya no puede más, y opta por lo insensato. Se detiene un instante, y revive la maniobra. La espada ha lacerado, pero al tiempo que otras armas descargaron su rigor. Caen. En el suelo se confunden el terror y la agonía.
De pronto, reverbera un inaudito ruido. Las risas se congelan. El ruido cesa, hay un ínfimo silencio y el sordo derrumbarse de un árbol. Los elfos, sin demora, se abalanzan sobre el ruido. La niebla comienza a morir.
Al borde del llanto, en posición fetal, se despierta. La claridad que salva las celosías lo anima. Procurando silencio, corre hasta la cómoda, abre cajones, saca un toallón y ropa interior.

La puerta de la habitación se abre y deja entrar a alguien de blanco. El uniformado indaga su rostro y adivina el temor. Se acerca y lo destapa, se fija en su pijama,  esboza un rictus de reproche.

El vago recuerdo de las risas lo acompaña, a través del largo pasillo.


Las risas van con ellos, a través del largo y tétrico pasillo.

Amo

Si uno en vez de,
sentir que necesita decir te amo para amar,
se limitara a sentirlo,
expresarlo con el corazón y nada más,
no esperaría a veces respuesta,
que encima se espera que también sea verbal,
y que a veces incomoda,
por sentir la obligación de responder igual,

como si el verdadero amor no fuese incondicional.